martes, 7 de abril de 2009

Solo en una tarde adormecida.

Me siento solo,
completamente solo en el infinito círculo de la mesa.
Contemplo la ausencia en la silla del frente,
el sol de la tarde la corta con parsimonia celestial.

Miro mis manos confortables:
carne que yace tranquila en la comodidad café de la madera.
lentamente alejo la mirada de mi centro,
alejo los pensamientos de mi cuerpo y dejo que mi ego se disipe en el poniente.

El puesto está vacio.
Está vacío por que no hay nadie
Nadie.
Es el silencio de alguien más.
Alguien más.

Imágenes empiezan a surgir como sombras platónicas,
reflejos en cerrados párpados que dormitan debido al calor vespertino:
Hombres y mujeres de materia oscura, masas hechas de imaginación y memoria
únicamente existentes gracias al olvido;
se aparecen ante mi en esa descansada e incomoda siesta en el comedor abandonado.

Pero,
una vez he recuperado al universo,
y todos los hombres se me presentan como un nudo molesto y onírico,
desecho lentamente las posibilidades pitagóricas de los probabilísticos encuentros
y recreo a la primera persona:
ojos, manos, labios, sonrisa
(polvo, sueño, arena, agonía)

Ella...



Y entonces las manos se estremecen súbitamente.
La membrana roja de mis ojos, confortada entonces por la luz naranja,
se transforma en molesto brillo.
El calor desespera mi rostro y sofoca,
en un suspiro exhausto,
el intento de despertarme.

ya no siento la multitud imaginada,
y la sombra se torna de nuevo en sombra...
El mundo ha desaparecido de mi sala,
(mis labios secos)
y puedo contemplar de nuevo la silla...
la silla tan vacía como siempre

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