lunes, 15 de abril de 2013
Yellowstone
lunes, 11 de octubre de 2010
Envidia.
Envidia.
Yo soy, el que soy.
(Éxodo 3, 13-14)
Hoy
soy la envidia.
La envidia a un hermano
de leche, de labios bellos.
Uno que quise ver crecer
a mi lado como un cristo impertinente:
Él un mártir con ínfulas de sabio
y yo su pueblo calcinado
sediento de sacrificio.
La envidia,
esa envidia de tener que presenciarlo
mordiendo caderas ajenas y exquisitas
cazadas como siervos
con versos adánicos
con el mismísimo Silencio
de quien trama una jauría
Esa envidia judaica
-como te hubiera encantado llamarla-
llena de mis manos en tu tierra
librándose de hijos como gusanos
endiosados, líneas de un arado
a la deriva
fraguadas en el odio apócrifo
a todos los Hermanos
Envidia,
esa envidia que soportas
con el espinazo;
con los pasos a la tumba.
Tú, finalmente,
Haz hecho de mi un olvido;
y sé que ríes
porque sabes que a lo lejos
(allá en la fría siembra del origen)
soy metáfora sin metáfora
de una lengua que se muerde
su propio rabo.
jueves, 8 de julio de 2010
Planto.
Me pregunto si hay que estar viejo
para asistir al ritual de las derrotas
sentarse cómodo en el ocaso de una vida y prescindir del olvido
ver todo como en un viejo film
y recordar el fracaso de los días
inscrito en la piel como un mapa hacia la muerte.
Yo hoy, con 21 años,
despierto en una mañana asfixiante
arropado por un terciopelo gris y con la vida gritándome un laberinto.
Y me pregunto si no es también muy triste
tener la cabeza joven entre los dedos
Deseando cada pórtico para llorar víctima de un arquetipo.
Y llorar más por que el término correcto era “lugar común”
Pero me despierto y no lloro,
y apoyo los pies en la cuerda floja
mientras uno a uno
-por cada solución a mi fracaso-
me son concedidos
cajones de plomo entre las manos.
Entonces pienso “que la esperanza pesa mucho”
y veo en la cuerda que amenaza con romperse
las huellas como pasos de una canción demente
que indican como tristes
el resumen de mi vida.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
Buenos aires en la memoria gráfica de 2 enamorados.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Carta a un fantasma.
Espero, hable por sí sola.
Pedro,
mi nombre es Santiago Quintero, soy un joven literato de 20 años y, con todo el respeto, creía que usted estaba muerto.
Hace unos años, 6 quizás, me encontré en los anaqueles viejos de mi casa su libro Fábulas y Verdades de un Garrafal Olvido. El libro, cubierto de días y polvo, se me aparecía amarillo y destartalado; en la primera página una dedicatoria a mi tía, de 1989. El libro lo leí tres años después y confieso que no lo he vuelto a leer desde entonces.
Cuando pudo, me dio a parir un poema que, dedicado a usted y a esa única obra que yo conocía, hoy -en vísperas del aniversario de la tragedia de Armero. quise dar a conocer a un amigo. El poema se lo adjunto a este mensaje. Ahora, quizás por la condición del libro, de lo que él habla, incluso por la dedicatoria que para nosotros los jóvenes parece de antaño (-¡clásica!-), me pudo jugar la Literatura su artimaña y me hizo creer que eso que leía era escrito por un fantasma
No obstante, le escribo todo esto porque hasta hace unos minutos, como escribo arriba, usted para mi estaba muerto y bastó una página de internet con su correo electrónico para traerlo de nuevo al mundo de los vivos. El episodio, no menos irrisorio que interesante, me dejó contemplativo como al Borges de la esquina rosada y, sin ser centro de cavilaciones sobre la inclemencia eterna del Tiempo, quedé pensativo sobre como la Literatura podía matar a medias a alguien. Por supuesto me invadió algo de risa, pues me parecía imposible la ironía trágica (o cómica?); era usted enterrado vivo...
Pero sin querer extenderme, sólo quería comentarle lo que ya es anécdota y regalarle lo sucedido. Y esperaba que viera esto como un triunfo de su libro sobre un lector (triunfo en esta era de los fracasos) y quizás un triunfo de la Literatura sobre la realidad. No espero respuesta alguna y sin embargo me gustaría discutir algún día, de pronto con un café o una comida, lo que hoy ha sucedido. Hoy se me renueva la máxima de Paz con este episodio, esa que habla del perdido asombro de estar vivo, y se me aparece en la mente una similar para concluir y sellar esta carta al olvido.....
...el repentino asombro de estar muerto.
Reciba un cordial saludo.
lunes, 17 de agosto de 2009
Cuervo en el horizonte.
El cuervo, oteando los granos finales del camino
se fija en tus migajas de vida desfallecidas al borde del olvido:
las pistas que vas dejando como un amigo del misterio y la muerte
te dejan poliforme
y de tu carne de gorrión se destilan negras plumas por la bóveda de nuestra sangre.
Hubo ese pasado
en que
Quisimos a tu lado;
junto a ti amamos el vino
y leímos de tus labios ebrios a Dickinson y a Hoagland.
Aprendimos de cada engranaje rebosante que por largo tiempo
seriamos tus amables traducciones.
Y siendo la tipografía de tus versos una noticia vaga
te reconocíamos como el argumento vago de un poeta
serio,
profano,
e inclemente
llamado destino.
Fuiste la noticia final de un abril inesperado
y te supiste, esa tarde japonesa,
aquella ave de “agorero canto”
que se resquebrajaba en una fisura rosa al final de una postal que jamás entenderíamos.
(De lejos vemos ahora tus condecoraciones
como los compatriotas ingratos ven a sus muertos.)
Al final de la velada
-y del poema-
no serás sino un recuerdo en falso
y tendremos que velarte por siempre
por las noches que juntos,
todos,
no pudimos fragmentarnos.
jueves, 18 de junio de 2009
Ocaso con algo de tedio.
que sufro bebe sombra...”
Roque Dalton.
Hoy, como en la voz adolescente de un poema de Dalton, aunque sin secreto alguno,
bebo mi primer vino.
-Pero no el primero como un primogénito bastardo
que nace del olvido de viejas y remendadas camisas junto con algunas cartas del padre-
me refiero al primero –que es el último-
porque finalmente entiendo que lo que bebo es vino.
No una escaramuza paquidérmica de palabras
que por auxilio alguno hacen un poema anquilosado.
Hablo del primero porque tan sólo me seca la boca
y me impide amar o decir algo
y sólo me emborracha.
Es el primer vino porque lo bebo esporádico en algún sillín sin tiempo
y no entre los cómodos cojines de aquellas camadas balbuceantes
coloreadas de humo y habitadas por Mayos lejanos e incipientes.
Hoy, lejos de aquellos 15 años cuando el vino parecía un artificioso paraíso
o el pecado entre los bosques,
ya con la piel hecha dunas y la sombra agotada,
Sé que bebo el primero de mis vinos.
El primero porque, a pesar de que la soledad aún duele,
las lágrimas y ese agrio sabor a sangre
desmienten el sueño de que vivo
y, como la piedra,
me recuerdan que muero pronto.
El primero,
sé que es el primero,
porque sólo quedamos yo y el vino.