lunes, 11 de octubre de 2010

Envidia.

Envidia.

Yo soy, el que soy.

(Éxodo 3, 13-14)

Hoy

soy la envidia.

La envidia a un hermano

de leche, de labios bellos.

Uno que quise ver crecer

a mi lado como un cristo impertinente:

Él un mártir con ínfulas de sabio

y yo su pueblo calcinado

sediento de sacrificio.

La envidia,

esa envidia de tener que presenciarlo

mordiendo caderas ajenas y exquisitas

cazadas como siervos

con versos adánicos

con el mismísimo Silencio

de quien trama una jauría

Esa envidia judaica

-como te hubiera encantado llamarla-

llena de mis manos en tu tierra

librándose de hijos como gusanos

endiosados, líneas de un arado

a la deriva

fraguadas en el odio apócrifo

a todos los Hermanos

Envidia,

esa envidia que soportas

con el espinazo;

con los pasos a la tumba.

Tú, finalmente,

Haz hecho de mi un olvido;

y sé que ríes

porque sabes que a lo lejos

(allá en la fría siembra del origen)

soy metáfora sin metáfora

de una lengua que se muerde

su propio rabo.

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