martes, 31 de marzo de 2009

Para lo que sirven las letras a un hombre enamorado.

El papel ajado con violencia no es más que una rutina,
-es sabido que de costumbre el poeta arremete contra sus palabras y las tuerce:
violenta los versos para dejarlos inservibles, se desquita agresivo, lo desbarata.-
Las comas y los puntos se derraman como sangre,
y el papel roto resuelve por relegar al vacío los mejores verbos del poema.
No quedan más que múltiples adjetivos que no sirven. Sólo se sobreponen.
Le describen a la amada exponencialmente, la detallan,
la perfeccionan
la exaltan.
Lentamente la materializan, avivan su carne como un retaso de artesanía inolvidable,
poco a poco establecen con desdén cada mecanismo de su insoportable levedad y, aunque no la traen a la vida,
la recrean estática y tangible a los labios.

Por eso le toca el papel de homicida al poeta cuando está enamorado,
por eso al hombre le suenan a silencio las palabras cuando ama:
por que no le sirven sino para recuperar nostalgias
o conquistar tierras sostenidas en el polvo.
Y ambos saben tristemente lo que ello significa:
las palabras
en la minuciosa pero imposible tarea de asir lo amado,
no son sino rastros y tumbas de un cuidadoso fracaso.
El giro patético de unas horas perdidas.

Por eso el papel (y pronto los papeles)
yace(n) al borde del abismo en la mesa,
debatiéndose en la gravedad del asunto su único y perturbador destino:
si bien a las alturas mausoleícas del retablo,
bien en las frías y planas latitudes del suelo,
el poema es condenado a rellenar el vacío y no ser más que negro sobre blanco,
obligado por Amor hipócrita (ese sínico desgraciado) a ser contrato, receta, lista u olvido.
Línea sobre línea acumulando imposibles, evitando aquello que planeó decir desde un principio (ahora lejano), espera la hoja a ser desechada como una lágrima del Tiempo