Yellowstone
I.
Pocos alguna vez se detuvieron
a pensar lo que el guía había dicho.
Y ninguno,
(quizás porque estaban horrorizados)
se atrevió a cavilar con sus huellas
sobre los huevos prehistóricos del parque
la escalada advertencia.
Nadie volvió a
comentar
--excepto quizás mientras comían sus
helados—
que la cáscara frondosa
hecha de la fibra azul de miles de
bisontes,
era también el hocico cóncavo de un
animal lento,
(vigilante)
que invernaba suspendido
en ese lunar remoto de la grande Norte América.
Ignoraron, seguro,
como ignoraron
también todos los osos de todas las épocas,
las constelaciones trazadas por los
huesos de sus antepasados
y desatendieron las migajas de mineral
brillante
que
bordeaban los ojos honestos del fin del mundo.
Decidieron que un pino era sólo un pino,
y que las resistencias de los lirios,
siempre a punto de quebrarse al borde
inhóspito de uno e infinitos glaciares,
no podían ser la metáfora de toda la
existencia.
Sólo unos pocos (muy pocos)
traicionaron la ingenuidad de la reserva,
y siguieron desvelados contemplando sus
designios.
Vieron como arena los pétalos del
Solidago,
e improvisaron teorías leyendo (siempre
de arriba abajo)
el mapa itinerante en las huellas de un
reno.
Midieron robles,
forjaron cábalas de una flor de lupino.
Otros excavaron,
imaginaron el origen de la tierra como un
poro primigenio,
plagaron su mano con la sal del
interminable tejido
que hacia posible el suelo.
(Entendían que apenas y acariciaban
la colosal panza del leviatán tectónico.)
II.
Al final de la caminata,
lo
recuerdo bien,
uno de los guías me dijo (o me señaló)
el vuelo de una polilla gorda que luchaba
contra el peso del medio día.
La seguimos ansiosos en sus círculos
atentos
temiendo como teme el niño alguna
desaparición fortuita.
Terminó al filo del geiser,
rodeada de gente expectante.
Y comprendí,
de frente a los inquietos vapores del portento,
que todos nosotros no éramos más que el
aleteo flojo de esa polilla
siempre al borde
entre
la ignorancia y la angustia
del mismo destino efervescente.